Nació sentado, con una flor en el culo. Pasó una infancia completamente feliz, de culo inquieto, normal, buscando sinónimos en el diccionario: ano, trasero, nalgas, posaderas, culamen, pompis, asentaderas, poto, popa, glúteos. Glúteos de glutamato. Yeyé. Puta. Y en los recreos del colegio, con el culo contra la piedra del patio, jugó a las tabas: hoyos, caras, picos y culos. Le pusieron un parche de ojo vago, un parche de esos que son de color carne de hombre de raza blanca y gafas de culo de vaso.
Cantó «Franco, Franco, que tiene el culo blanco» con la música del himno, porque el himno no tenía letra y eso es lo que pasa cuando los himnos no tienen letra y los niños no tienen Playstation en casa.
Se rio y mucho, se partió el culo. El colmo fue cuando se lo partió, literalmente, bajando con un plástico por la cuesta nevada del cementerio. Doce puntos. No sentarse durante un tiempo, hasta que se caigan, dijo el médico. Dormir con el culo en pompa. Más tarde, mucho más tarde, también se acostumbraría a poner el culo en pompa y a tenerlo partido.
Lo que parecía que iba a ir bien fue de culo y cuesta arriba. Arrastrando el culo por un zarzal, con el recuerdo del escozor de los puntos y del otro, llegó a la edad madura. Aunque no era culibajo, cuando tocó, adoptó la moda de los pantalones de culo bajo, de hucha alta. También usó culote, cuando montaba en bici, en patines y cuando se hizo runner. Porque creía querer tener culo de corredor de 100 metros lisos y, en realidad, solo lo iba a tener de corredor de seguros en empresas aseguradoras que se iban, poco a poco, a tomar por culo.
De estar tanto tiempo sentado, lo que tuvo fue un culo como un erredoce ranchera. Los culos no están hechos para estar todo el día apoyados en una silla, como le dijo una vez un amigo que se paseaba por la casa a culo pajarero, y si no fíjate en los romanos, que se pasaban la vida tumbados. Y se apuntó a un gimnasio que ofrecía un entrenamiento llamado «Culo diez».
Llegó, entonces, la era de Internet. Le asaltaron las curiosidades, que solventó a golpe de clic. Le picó el culo y, como cada quien hace de su culo un pito y el que se anime que haga una orquesta, se obsesionó con ese lugar de la anatomía donde la espalda pierde su casto nombre. Investigó, recorrió, paseó, viajó hasta el culo del mundo y miró. Y tocó.
Culos grandes y pequeños. Culos prietos y fláccidos. Culos respingones y por respingar. Culos fruncidos. Culos torcidos. Culos carpeta. Culos de pollo. Culos apretados que le enseñaron a apretar el culo, a mojarse el culo, a ir con la hora pegada al culo, a caerse de culo, a sentirse como el culo, a dar por culo.
Se le empezó a poner cara de culo. Estuvo más cerrado que el culo de un perico. Pasó tanto miedo que no le cupo el bigote de una gamba por el culo. Se acostumbró a vivir con el culo al aire. Siempre había tenido hormigas en el culo y tomó la costumbre de aparentar lo que no era, de tirarse los pedos más altos que el culo.
Confundió el culo con las témporas. Se armó el cogeculo.
'Culo veo, culo quiero', por Eva Hache | Actualidad, Moda | S Moda EL PAÍS (elpais.com)
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